Iba caminando por la orilla, ajena a mi muerte, cuando vi
algo que brillaba en el mar; era un pez sin nombre, ni apellidos, que las olas
balanceaban como si fuera una despedida de la realidad. Cerré los ojos, con
suavidad, e imaginé mi ataúd de algas, bordeado de conchas de mar, llorado por
sirenas; que gritaban mi vuelta a la vida, para que pudiera sonreír a un
horizonte sin fantasmas; donde seguir soñando con una sociedad, donde la
injusticia no apretará el corazón de tantos inocentes, que mueren asesinados
como aquel pez, que era yo. Cada día nos matan, pero hemos de volver a caminar,
para que nuestra silueta no se desdibuje dentro del olvido
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