Salía
como cada día, a darme un paseíto hacia mi paraíso, donde la soledad, donde la
tranquilidad, donde el deseo, de ser libre, me atrapan cada atardecer; cuando
oí mi nombre en la calle; alcé mi mirada y encontré a la vecina, con la que
comparto terraza. El jueves pasado, venía del mercado con mi padre, cuando
vimos una mujer tirada en el suelo, era ella, la vecina; cruzamos de acera y
nos acercamos; sangraba mucho por la nariz y por uno de los párpados. La
señora, que la apretaba la hemorragia, me dijo, que se mareaba, así que, tomé
el relevo; y apreté la nariz, y el párpado. Había mucha sangre en el suelo,
pero parecía que no había perdido la consciencia. Intenté calmarla, la
dije" Soy Ana, la vecina, que te quiere, tranquila, que todo va a salir
bien"; llegó la ambulancia, la vendó la cabeza y se la llevó al hospital;
cogimos su carro y su bastón, y nos lo llevamos a casa. Horas más tarde, su hija,
a través de la terraza, nos dio las gracias, y la devolvimos el carro y el
bastón. Me dijo, que subiera a casa; lo
hice. Su cara, era un cardenal. Me impresionó su rostro, atacado por la caída,
pero su voz, permanecía intacta, con su simpatía y su genialidad. Me ofreció
dos pastas, y, otra diminuta de chocolate. Por un momento, pensé en mi amor de
la infancia Lorenzo; sus abuelos vivieron en esa casa, hasta que se murieron.
Me contó cómo se sentía; le dolían los hombros; se había roto un hueso de la
nariz, y, para terminar, me enseñó la casa, y nos asomamos a su terraza, que
forma parte de mi rutina de supervivencia. Al otro lado del cristal de su casa,
observa nuestras cosas, como si fuera una espectadora de otra vida, no la mía;
mi ropa tendida: mi sujetador y dos camisetas, que había lavado hacia unas
horas sin mucho entusiasmo, me devolvieron a mi cuerpo, a mis circunstancias,
que intentaban ser fieles a mi corazón; que abrazó a mi niñez y a Lorenzo. La
vecina, se despidió diciéndome que ya había tomado su casa, pero hice algo más
que eso, viajé a mi infancia, donde me aguardaba mi fantasía de una vida junto
a Lorenzo, que nunca se ha desvanecido, pese a la lluvia.
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