Iba de pie, en el metro, hacía el Intercambiador de Moncloa. A mi espalda colgaba una mochila, en mis piernas una maleta, en mis manos un Kindle. Leía "Yo Soy Pilgrim". La señora mas próxima a mí, hablaba por el móvil con una amiga de otra amiga. En una parada, entraron diez niños con dos cuidadoras. Habia dos asientos vacíos junto a la señora mayor, se sentaron: una niña de nueve años, pelo negro, largo, ojos marrones. Llevaba un osito de trapo; un niño de nueve años, pelo moreno algo rizado, ojos azules. El niño miró a la señora "Hola", dijo, no le oyó. Una de las cuidadoras se acercó. "No se saluda a todo el mundo", le aclaró la cuidadora.
Al acabar la conversación, la dije que el niño la había saludado. La señora se puso a hablar al niño, quien la abrazó. La cuidadora murmuró que no tenía padres. La niña estaba aterrada, no paraba de moverse, nunca había montado en metro. Intentamos calmarla, ayudarla. Era muy díficil para ella escuchar.
En un vagón de la línea 6 del metro de Madrid, diez niños jugaban a sonreír a una realidad que los invitaba a llorar.
Al acabar la conversación, la dije que el niño la había saludado. La señora se puso a hablar al niño, quien la abrazó. La cuidadora murmuró que no tenía padres. La niña estaba aterrada, no paraba de moverse, nunca había montado en metro. Intentamos calmarla, ayudarla. Era muy díficil para ella escuchar.
En un vagón de la línea 6 del metro de Madrid, diez niños jugaban a sonreír a una realidad que los invitaba a llorar.
Ana Tapias
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