Antes era muy enamoradiza. Tuve grandes amores platónicos. Forraba mis libros con la cara angelical de Robert Redford. Soñaba con él, y con tantos otros actores que aliviaban mi soledad, de ser una adolescente con acné. Al crecer, quise ser escritora, puse mis ojos en Julio Llamazares, al que leía con pasión, y, en Moncho Alpuente que vivía en Segovia, a menudo me topaba con él, le leía en el Pais, le oía en la Cadena Ser, le veía en la Tele.
Pasaron los años, el amor caducó. Amé a hombres reales, con más o menos acierto. A Llamazares, le dejé de leer, de Alpuente sabía que había estado enfermo. Ambos pasarom a mi albúm de fotos en blanco y negro.
En un viaje en autobús, por la tarde, de Segovia a Madrid. Moncho Alpuente se sentó a mi lado. Mi yo nostálgico suspiraba de amor. Mi corazón latía con fuerza. No me atreví a hablarle, a confesarle que le admiraba, que le había amado. A los pocos meses murió. Nunca olvidaré la magia que me inundó estar junto a él.
Pasaron los años, el amor caducó. Amé a hombres reales, con más o menos acierto. A Llamazares, le dejé de leer, de Alpuente sabía que había estado enfermo. Ambos pasarom a mi albúm de fotos en blanco y negro.
En un viaje en autobús, por la tarde, de Segovia a Madrid. Moncho Alpuente se sentó a mi lado. Mi yo nostálgico suspiraba de amor. Mi corazón latía con fuerza. No me atreví a hablarle, a confesarle que le admiraba, que le había amado. A los pocos meses murió. Nunca olvidaré la magia que me inundó estar junto a él.
Ana Tapias
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