Los viejos edificios, nos persiguen, nos acompañan, nos acarician en nuestros paseos. No nos damos cuenta de su presencia, pero siempre, están ahí silentes; obligados a no moverse, inmersos en su destino de piedra; serios en su certidumbre. Ellos, a los que nunca miramos, nos observan desde su alma miope, desde sus lágrimas erosionadas, desde su adiós empequeñecido.
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