En las salas de espera del hospital, los pacientes miran el volante que han de entregar a la enfermera, que suele ser reticente a ser amable con los enfermos, quienes agudizan su ingenio, para no caer de bruces en un ataúd prematuro.
Escribía los párrafos anteriores, en una incomoda silla del hospital, esperaba a mi madre, la mujer que estaba a mi derecha se movió, la pregunté" Si la molestaba", "No, no, lo haces, es que me duele mucho y ya no sé cómo ponerme", me contestó. Tiene un Herpes como mi madre, el suyo en otro lugar, los mismos sintomas. Me convertí en una celestina, que buscaba que encontrara su perdido ánimo, entregado con pasión a su Calisto particular: el dolor. Agarraba mis manos con ternura, con esperanza, en que volvería a jugar a las cartas con sus amigas, a caminar sin bastón, a sonreir.
Es necesario escuchar, respetar el dolor ajeno, acompañar a la melancolía de los rostros desconocidos, que nos acercan a nuestro mañana.
Ana. M. Tapias G
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