A las cinco menos veinte, algo amodorrada por la vuelta de calor, estas idas y venidas, las lleva fatal mi garganta. Llamaron al teléfono fijo; alguien, decía, que tenia media hora, para llegar a la otra casa. Me vestí, con ropa blanca, sin pensar que si los blancos combinaban. Lo peor de la otra casa, es la cuesta final, que subí con arrojo, poco desenfreno, y saludando a un vecino. Un hombre, de unos sesenta años, esperaba en la puerta, cargado con dos persianas y su maletín de herramientas. Era el persianero, al que ayudé como pude a sujetar la barra de la persiana, la tuvo que cortar; le di, las herramientas, y un vaso de agua para no deshidratarse. Tuvo que acondicionar el espacio, con un martillo, para que entrará la persiana nueva; desalojar a la vieja, como si fuera un desahucio, y subir la nueva. Parecía cansado, de tanto trajín. Observé en qué consistía su manera de ganarse la habichuelas. Sentí dentro de sus silencios agónicos, que hubiera preferido ser otra cosa, pero, seguro que heredó el trabajo de su padre, quien a su vez lo haría del suyo. Es curioso, cómo nada cambia, cómo nadie se sale de lo establecido, cómo vivimos igual que nuestros antepasados, pero, ahora en color.
Ana Tapias( todos los derechos reservados)
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