Estudié en un colegio de monjas clasistas
y provinciano: las Concepcionistas. Era una niña tímida y lo sigo siendo.
Fui diana perfecta para mis compañeras. Se reían de mi, sin consideración, ni empatía,
ni importarlas mis lágrimas abocadas al olvido. Años y años, soporte
estoicamente sus burlas. Estoy convencida, que ese ambiente torturador me hizo
sacar peores notas de las que merecía. Tras terminar 3 de B. U. P, el peor año
sin, duda de todos, me sentí liberada, pero me equivocaba, pues sus rostros
duros, negros, engreídos, me han acompañado, estos años, en mis terrores
nocturnas, donde sus risas me acosaban como entonces. Esta mañana, volví a
oír a una de ellas, se llama Virginia, no ha cambiado. Me hice la despistada,
al pasar a su lado, es lo que tiene ser sombra, sólo te pisan. Pero su voz, me
recordó a mi adolescencia desdibujada bajo sus palabras de odio; descreída en sus
aromas de superioridad; deforme bajo sus miradas agigantadas; deshabitada de la
amabilidad por sus golpes a mi autoestima. El dolor nunca se pierde en
la memoria, es un semáforo de color sin pedir permiso.
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