Detesto
mi etapa escolar, que cursé en el mismo colegio; desde los cinco años hasta los diecisiete (si no me equivocó) sufrí acoso, por parte de mis compañeras de clase,
durante años. Hecho que me causó una profunda tristeza; una inabarcable
inseguridad en mí misma; una agotadora depresión, nunca tratada; que voy
superando con el paso de los años; pero aún, por las noches, tengo pesadillas,
con sus rostros, que formaban parte de mi infierno: ellas reían, dentro de sus
cuerpos horondos, henchidos, rellenos; mientras, yo lloraba, dentro
de mi cuerpo absurdo, patético, insignificante; que caía una y otra vez en la
indiferencia del acoso sistemático; que
tuve soportar, abrigada por mi fuerza interior; que nunca lloraba delante de las maltratadoras, que se alejaron de mi camino, al terminar el colegio; por desgracia, a algunas, las he visto y se han seguido riendo de mí; de otras, sé de sus vidas por amigas
suyas; y a las menos, hablo con ellas. Ayer, tuve que imponerme a la niña que
fui, para entrar con una amiga, en la tienda, de una compañera de colegio, con
quien no coincidí en clase, pero amiga de mis acosadoras y me sentí observada
por el ayer; que me saludó, pero, no comenté nada sobre el colegio. Mi amiga
(ya lo sabía yo) no estaba interesada, en la ropa de la tienda, de mi excompañera
de colegio; pero no puede vivir sin dar discursos, aunque sea en una tienda de
barrio perdida. Al menos, tenía un
perrito diminuto, que hizo que pudiéramos mirarle, sin detenernos mucho en nuestro
deterioro; que es imparable como nuestras arrugas, las mías aún en penumbra,
describen el destrozo de mi adolescencia por adolescentes malas, a las que
nunca perdonaré. El maltrato es una huella profunda, que nunca se olvida.
martes, 5 de noviembre de 2024
Hablar con el ayer
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