Siempre
he tenido la pena de no tener un pueblo, donde acércame a la naturaleza; donde
abrazar el silencio; donde escuchar el canto de los pájaros; accedía al otro mundo,
cuando viajábamos (mis hermanas y yo) al pueblo de mi padre; que permanecía
escondido en nuestra rutina de colegio, y se volvía visible los sábados, los
domingos, los días de fiesta; acudíamos a visitar a mis abuelos; dos seres
cargados de magia; hechos de labranzas; configurados en la trashumancia, que mi
abuelo, como pastor ejercía; mis andanzas en el pueblo, me llevaron a
introducirme en la vida de mis abuelos, a los que nunca terminé de conocer del
todo( éramos muchos nietos, y todos querían colonizar su sentimiento); mis abuelos, murieron sin pedir permiso, muy rápido, secuestrados por el paso del tiempo;
que se balancea en mi recuerdo, cada vez que acudo al pueblo. Su casa por
desacuerdos de los herederos, fue vendida a extraños, pero el alma de mis
abuelos, siempre quedará bajo esas paredes ahora reformadas por dos seres, sin
compromiso, con el horizonte; al cual abrazo, cada vez que voy al pueblo, y me
acerco al terreno, donde tantas veces, mis abuelos ordeñaban vacas, reían en la
huerta, cantaban bajo las estrellas; me acerco a ellos, desde la parcela de al
lado, que todavía es de mi padre; si no lo hiciera estaría traicionando a su
memoria; que se alegra, cuando niña con miedo a los animales, encuentra en sus orígenes
un motivo para seguir soñando.
A la memoria de mis abuelos: Saurnino y Evarista, os quiero.
Ana Tapias( todos los derechos reservados)©