Salí con mi madre, algo mosqueada con el servidor de Hacienda; no me daba tregua para bajar el borrador de la "Declaración de la Renta", me he pasado días peleando, para poner una casilla, al final lo logré. En la farmacia, había cola para entrar; pregunté a una señora, quién era la última. Nos enganchamos a hablar. Mi madre, entró, la esperé en la calle. La señora, de unos setenta años, rubia teñida, gafas de metal. Me contó, que era la madre del farmacéutico, que había vivido en el barrio, y había trabajado en una pastelería de la Calle Real; a la que iban a comprar los ricos de Segovia. Imaginé, esos años de la Dictadura, donde comprar pasteles era cosa de los ganadores, de los pudientes, de los que arrastraban rentas heredadas. Señoras con collares, señores trajeados con puro, que no disimulaban su gordura. "Mis abuelos, no podrían permitirse el lujo del dulce", pensé. Mi madre, cuando no queríamos merendar, o no nos gustaba algo de comida, nos decía a mis hermanas y a mi" Yo, que merendaba una onza de chocolate, dentro del pan, si había pan". Desempolvando sus recuerdos de la "Cartilla de racionamiento". La señora, llevó la conversación al terreno de la bondad" Todos tenemos que ayudarnos, hemos olvidado esa costumbre"," Pues si, la contesté sin convencimiento". Pensando en las zancadillas, en el egoísmo, que había recibido, incluso de aquellas, de aquellos, que consideraba buenos amigos. Mi madre, salió de la farmacia, la conocía de vista. Cambiaron, breves, impresiones sobre el barrio, nos despedimos. Seguimos el paseo, por aquellos lugares, de los que había hablado con la señora. Viajé al pasado. La melancolía nos ayuda a aceptar el paso del tiempo.
Ana Tapiaa
Ana Tapiaa
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