Caminaba atrapada por mi rutina, un trabajo nuevo que me hace sentir derrotada, negada, torpe; que me seca la garganta, y las pocas neuronas que tengo para mis compañeras. Decidí ir, por donde nace el Acueducto hasta donde acaba. No me canso de ver, cómo van creciendo silenciosamente los arcos romanos para llegar a su altura máxima. Para ello, han de dejar atrás arcos pequeños enfrente de casas. En una de ellas, colgaba la ropa. Hubiera escalado la fachada y me hubiera colado en su intimidad. Puestos a imaginar que la felicidad residía en esa ropa colgada; que la tristeza se había quebrado en la lavadora; que cada mañana desayunaban leche con galletas, bajo la complicidad del amor, que nunca se acaba.
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