Solía ir al cementerio a menudo, en el cumpleaños, o en el aniversario de la muerte, de mis abuelos maternos; los paternos están enterrados a treinta kilómetros de Segovia. Últimamente, pasaba a unos metros del cementerio, sentía deseos de acercarme, pero, una fuerza invisible me dejaba quieta en ese punto, sin poder continuar. Mis padres, compraron flores para seguir la tradición de adornar las tumbas el Día de todos los Santos; por no dejarlos solos en el trance de subirse a la escalera, el nicho está en un segundo piso; acepté suprimir mis lágrimas iniciales, me decidí a acompañarlos. Mis sobrinos de siete y cinco años, quisieron venir. Guille, de cinco años, pensaba que los muertos iban a salir de sus tumbas. Los dibujos animados deterioran demasiado la realidad. Al entrar en el cementerio, se sorprendieron de lo grande que era; se fijaron en la cantidad de flores que había sobre las tumbas. Mi corazón dejaba de latir, al acercarse al lugar de donde nunca volvieron mis abuelos. Mis padres como si fueran obreros del duelo, se afanaban por quitar las flores de plástico, para colocar los claveles: rojos y blancos. Santiago, mi sobrino, de siete años, me abrazó. Mis ojos eran un torrente de lágrimas, que debían seguir el cauce de la vida. Santiago y Guillermo, miraban sin entender la emoción de sus abuelos, de su madre y la mía; al besar, al acariciar, al no quererse desprenderse de la sombra de los que nos dejaron.
Con todo mi amor a mis antepasados.
Ana TapiasCon todo mi amor a mis antepasados.